Parte Primera.
II Una leyenda medieval
Cuenta la tradición que hace muchos, muchísimos años -no se puede precisar cuántos- llegaron a nuestro pueblo unos mozárabes, fugitivos de la zona ocupada por los musulmanes. Hasta adentrarse en terreno cristiano, habían caminado muchas leguas amparados por las sombras de la noche, siempre temerosos de ser descubiertos y arrestados. Entre sus pertenencias, escondida en una pequeña talega, traían su tesoro más preciado, una imagen de la Virgen, de tez morena, a la que habían quitado los brazos para que en ella cupiera. Para guarecerse de la lluvia, se alojaron en la modesta posada. Al día siguiente, muy de mañana, reanudaron el viaje. Al tomar el camino que los conduciría hacía el norte, apenas dejadas atrás las últimas casas, una de las carretas quedó inmovilizada, atascada en el barro. Tras aligerar la carga para superar el percance, los bueyes se pusieron en marcha con su característica lentitud. Sin detenerlos, comenzaron a ponerla en su sitio, pero al echar el fardo donde estaba la talega con la imagen, volvieron a detenerse, incapaces de avanzar un solo paso. La puesta en marcha, y la parada de los animales, se repitió cuantas veces fue retirado y puesto en su sitio el envoltorio en cuestión. Aquellos mozárabes consideraron que Nuestra Señora les estaba manifestando su deseo de quedarse en el pueblo. Convencidos de ello, regresaron al mesón y contaron lo ocurrido a los vecinos.
Hasta aquí la narración que, más o menos, hemos oído contar a nuestros mayores. Como todas las leyendas, tiene un trasfondo real, básico e indudable: la llegada, y el asentamiento en El Hinojoso, de un grupo de mozárabes con una imagen de la Virgen, adornado, enriquecido, con detalles nacidos de la imaginación popular, o tal vez verídicos ¡Vaya usted a saber!
Para conocer las causas que obligaron a estos cristianos, a emigrar de los territorios donde vivían, recordemos que ocupada toda la Península Ibérica por los árabes, después de la derrota del último rey de los visigodos, Don Rodrigo, en la batalla de Janda, el año 711, casi la totalidad de la población, cristiana y judía, permaneció en sus aldeas, lugares y villares, ocupados en sus actividades laborales, sin ser molestados por profesar una religión diferente. Tanto durante el Emirato, cuya duración fue de 45 años, como durante los 275 años del Califato árabe de Córdoba, los invasores fueron muy tolerantes con las prácticas religiosas de los invadidos a quienes, incluso, llegaron a dar cargos públicos, pero, a cambio, les exigieron el pago de ciertos tributos. A los que se convirtieron al Islam, por convicción, o simplemente para evadir el pago del impuesto religioso, se les dio el nombre de muladíes; a los que permanecieron firmes en su fe se les denominó mozárabes. Como la disminución del número de cristianos producía una continua merma en su erario, las autoridades musulmanas frenaron su celo en promover conversiones, y permitieron el pacífico desarrollo de los cristianos. Desde el punto de vista religioso, conservaron sus templos, aunque en algunos lugares tuvieron que ceder parte de ellos para el culto islámico, se mantuvo una pujante vida monástica y el episcopado siguió celebrando los concilios con regularidad. La comunidad cristiana gozaba de cierta autonomía civil interna, bajo la superior dependencia de los gobernadores musulmanes, contaba con jueces propios (que seguían aplicando el Liber Iudiciorum, promulgado por Recesvinto), recaudadores de impuestos y otros funcionarios, hablaban el bajo latín y mantenían su personalidad cultural y social.
La pacífica convivencia con los invasores duró 375 años. En 1086, los almoravides, seguidores de una secta musulmana fundada por Abdallach Ben Yasin, cruzaron el estrecho de Gibraltar al frente de un poderoso ejército. Alfonso VI de Castilla, salió a su encuentro, pero las fuerzas cristianas fueron derrotadas en la batalla de Zalaca. Años más tarde (1108), reorganizados sus ejércitos, el monarca intentó detener su avance en la desastrosa batalla de Uclés, en la que murió el heredero del trono de Castilla, el infante Sancho, fruto de los amores de Alfonso y la princesa Zaida. Los nuevos invasores acabaron por dominar toda la Hispania musulmana, donde impusieron la ortodoxia del Islam, suprimieron la tolerancia religiosa existente hasta entonces, comenzaron a destruir templos y a quemar imágenes. Los mozárabes, vejados y perseguidos por los almoravides, solicitaron la intervención del rey de Aragón, Alfonso I el Batallador, quien realizó en 1126 una victoriosa incursión por Andalucía, y recogió un grupo muy numeroso de ellos, que luego distribuyó por las amplias zonas reconquistadas para repoblarlas; los que se quedaron fueron desterrados a Marruecos, con lo que desaparecieron históricamente.
Considerados estos hechos históricos, es razonable pensar que los mozárabes aquí avecindados, no eran unos fugitivos lanzados a la aventura, en busca de la tierra de promisión, sino integrantes del grupo evacuado del territorio almoravide, protegido por las huestes de Alfonso I. Entre sus enseres, traían la Imagen que, durante años, habían tenido oculta para salvarla de la intolerancia del integrismo islámico. El Cura propio autorizó su instalación en la Iglesia Parroquial de San Bartolomé, la única entonces existente, y allí comenzó a ser venerada por los feligreses quienes, al referirse a Ella, utilizaban el cariñoso apelativo, alusivo al color oscuro de su rostro, que ha perdurado a través de los siglos. Los refugiados, construyeron sus humildes viviendas en los terrenos que les fueron cedidos a la orilla del poblado, donde comienza el antiguo camino de la Osa, junto a la senda de la Veguilla, y sufragaron los estipendios de las funciones religiosas celebradas en su honor el día 15 de agosto, siempre con el apoyo y la ayuda solidaria de los lugareños, sus hermanos en la fe. Aquel injerto mozárabe prendió, fructificó y dio origen a un pequeño barrio, con características muy definidas en cuanto a usos y costumbres se refiere, llamado por los vecinos, El Toledillo, por ser oriundos del reino de Toledo los que allí vivían.
Vuelta la vista al pasado, cabe afirmar que así como el Pozo Viejo, cuyas aguas tantas veces aplacaron la sed de pastores trashumantes, campesinos alejados y razias musulmanas, se convirtió en el núcleo alrededor del cual se formó el antiguo Hinojoso, el Toledillo, surgido hace cerca de novecientos años, fue la cuna de la devoción a María en la advocación de la Morenica.
JMR