Parte Primera
I Huellas del pasado
El pueblo de Los Hinojosos se halla en el enclave de tres provincias castellanas: Toledo, Ciudad Real y Cuenca, al sudoeste de esta última, en lo que en otro tiempo, al decir de Don Fernando Rodríguez Villafranca “era parte del viejo Campo Espartario que, si antes fuere estéril, hoy, gracias al tesón de este buen habitante hinojoseño, hijo de la tierra y del sol, que tanto sabe de la dureza del trabajo, ha logrado en la alquimia de su labor, trocarlo en productivo y fecundo”. La población actual tiene su origen en los grupos humanos que establecieron sus viviendas, en las inmediaciones de un pozo abrevadero, conocido como “ el Pozo Viejo”, en cuyos alrededores crecía gran cantidad de hinojos, motivo por el cual al poblado surgido más tarde recibió el nombre de El Hinojoso.
Es difícil conocer los primitivos habitantes de nuestro término. Restos dispersos del paleolítico no son base suficiente para poder establecer, ni siquiera por aproximación, una mínima configuración de su lejana prehistoria. Hay que llegar al final del Neolítico -2000 años a.de C.- para encontrar, en las inmediaciones de la Cueva de la Covatilla, vestigios de la actividad humana en forma de puntas de flechas y lascas procedentes del tallado de la piedra. Al empezar la Edad de Hierro, siglo IX a. de C., se produjo una invasión celta que no alcanzó las tierras manchegas, entonces en poder de los carpetanos. Tito Livio y Polivio citan un pueblo, los olcades, como protagonista de duros y sangrientos encuentros con Aníbal, quien destruyó su capital, Altea, cuya situación se ignora, aunque posiblemente estuvo en lo que hoy es la provincia de Cuenca. Los olcades, originariamente celtas, llegaron la Península en la invasión del siglo VI a. de C.; pelearon con las tribus celtas ya instaladas y, derrotados, se desplazaron hacia el sur, penetraron en la Celtiberia, territorio de la Hispania Tarraconense que se extendía por gran parte de las provincias actuales de Zaragoza, Teruel, Cuenca, Guadalajara y Soria, y entraron en contacto con los carpetanos con quienes acabaron fundiéndose. Los hallazgos celtibéricos en Fuentelespino de Haro demuestran que esta zona acamparon las tribus de este pueblo mestizo.
Por nuestra tierra anduvieron también, los romanos. Tras la derrota de Aníbal y la conquista de Cartagonova y Cádiz por Escipión el Africano, Roma decidió emprender la conquista de Hispania. Los celtíberos de nuestra región, aceptaron la presencia romana, lo que produjo una romanización rápida y completa. A esta época perteneces las urnas funerarias, y un adorno terminal como de una balaustrada de casa de campo o villa, halladas por un labrador a unos tres kilómetros de nuestro pueblo, en las inmediaciones del campo denominado "La Dehesilla". Muy bien pudo ser uno de esos asentamientos romanos que existieron a lo largo del suelo conquense, como el municipio Triumchense (Tresjuncos) y, algo más allá, Segóbriga, un poblado olcade muy importante, cuyo mayor esplendor lo alcanzó durante la dominación romana, hasta el punto de que en ella se ha encontrado entre sus ruinas el único ejemplar de la advocación Dea Roma (Diosa Roma) que ha aparecido en España.
La dominación romana terminó en el siglo V de nuestra Era, al producirse la invasión de los bárbaros del Norte, pueblos salvajes que, procedentes de Asia, vivían en las regiones septentrionales de Europa. Se conocen con los nombre de suevos, vándalos, alanos y visigodos . De todos ellos, los menos salvajes eran éstos últimos, porque los prisioneros que habían hecho a los romanos les habían enseñado a leer y escribir y a conocer algo del cristianismo. Los visigodos se aliaron con los romanos con el fin someter a las tribus rebeldes de los bárbaros que les precedieron, pero una vez dominadas, se hicieron dueños de toda la Península. Durante la dominación visigoda (307 años), Segóbriga fue cabeza de Obispado y mantuvo su esplendor hasta el siglo VI en cuya fecha, parece ser, contaba con una valiosa basílica. Durante el reinado de don Rodrigo, el último de los reyes godos, los árabes desembarcaron en la Península (año 711) y se establecieron en ella hasta la conquista de Granada por los Reyes Católicos (1492).
De las culturas visigoda y árabe no quedan vestigios en nuestro pueblo. En el sitio extramuros conocido con el nombre de “La Huerta del Pozo del Moro", al realizar unas obras de allanamiento de terreno, se descubrió lo que, por el crecido número de enterramientos, pudiéramos llamar una necrópolis, de época no determinada por la ausencia de vestigios de ropas y de utensilios que pudieran ayudar a su identificación; los cadáveres, en general, en buen estado de conservación, se hallaban colocados asimétricamente, puestos de oriente a occidente. Podría tratarse de enterramientos visigodos o árabes, pero nada puede afirmarse, sólo que no eran enterramientos cristianos.
Existen unos restos, muy interesantes, de una cultura desaparecida hace miles de años, durante la cual el hombre, como en todas las épocas de la historia, tendió a humanizar lo sobrenatural, simbolizándolo en objetos asequibles a sus facultades. Para ello escogía las figuras más apropiadas, especialmente, al querer representarse las fuerzas naturales que para él constituían un enigma. Como emblema de la fertilidad, la fuerza reproductora de la naturaleza en todos los órdenes, fue adoptado el falo, el cual ha recibido culto religioso y mágico en muchos pueblos con culturas diferentes. Los nórdicos dieron culto a la divinidad Frey, dispensadora de la abundancia, de la lluvia y protectora de la madurez de los frutos. Los egipcios rindieron adoración a más de un dios de la fertilidad: el principal era Osiris, al cual consideraban, ante todo, el dios de la vegetación, la divinidad centro de la energía creadora y renovadora de la vida en todos los seres del Universo. Lo mismo puede decirse del dios Priapo de la mitología griega, y del romano Mutunus (por otro nombre, Fascinus), todos representados en forma de falo. En la India, el lingue era su equivalente y símbolo con el que se rendía culto al dios Siva.
Es muy conocido, tratándose de la antigüedad clásica, el empleo de figuras fálicas a modo de amuletos (culto mágico). Como emblema de la fuerza fertilizadora, el falo era considerado enemigo de la esterilidad, de la muerte, y protector de las personas, los animales y las plantas. La forma priápica dada a los mojones, sin representar ni incorporar a dios alguno, era debida a la creencia en su eficacia para alejar los malos espíritus, asegurar la fertilidad de los campos, evitar la acción de los animales dañinos, de las plagas, de los ladrones y de las malas influencias que impiden el desarrollo del fruto y pierden las cosechas. En algunas poblaciones se le veía grabado en las paredes de las casas, como en Alatri, cerca de Roma. El falo deshacía los sortilegios y era un antídoto contra el mal de ojo, por lo cual, los generales victoriosos ponían la imagen de Fascinus en la parte delantera de sus carros triunfales al entrar en Roma. Hasta hace poco, en muchos países de la costa mediterránea, la figura del falo era las más comúnmente empleada en los amuletos contra esos hechizos, si bien, a menudo, se la disimulaba dándole la forma de un puño cerrado, con el pulgar saliendo entre los dedos índice y mayor.
Los poblados asentados en nuestro término, como todos los establecidos en la Península Ibérica, practicaron estos cultos a la fuerza reproductora de la naturaleza. De ello dan testimonio los falos esculpidos en piedra existentes a extramuros del pueblo. En el paraje llamado “El Santo de la Hontanilla”, los politeístas adoraban al dios de la fertilidad representado por esas figuras pétreas. Siglos más tarde, el cristianismo, al establecer una cultura diferente, y cristianizar las creencias heredadas de la civilización pagana, levantó en esos terrenos, como en todos los montes sagrados menores que existen en España, un pequeño santuario dedicado a San Sebastián, y las esculturas fálicas, existentes a lo largo del camino para guiar a los paganos al lugar sagrado, fueron utilizadas para señalizar las estaciones del Via Crucis. El culto religioso desapareció, pero el culto mágico perduró en aquellas gentes. La antigua creencia en la beneficiosa influencia de esos falos sobre la fecundidad, fue transmitida de una generación a otra hasta tiempos no muy lejanos, si bien velada y enmascarada por el paso de los siglos. Según contaban nuestros mayores, todos los recién casados, cualquiera que fuese su condición, no dejaban de realizar un rito ancestral, el mismo día de la boda, para asegurarse una abundante y sana descendencia: El nuevo matrimonio, y los invitados que se unían a ellos para cumplir con esta costumbre, cogidos de las manos, formaban un amplio corro alrededor de los restos del santuario, para "dar al santo” las tres vueltas prescritas por la tradición. Pedían la gracia a San Sebastián, pero las vueltas en circulo eran el recuerdo atávico, vago, impreciso e inconsciente, de las ancestrales danzas paganas desarrolladas en este montículo sagrado.
Otro vestigio de culturas primitivas, lo encontramos en el paraje de San Andrés, en la pequeña elevación del terreno, junto a las ruinas de lo que en su día fue una ermita dedicada al santo Apóstol: un círculo de piedra, a ras del suelo. Sobre este círculo trataremos en el apartado II de la segunda parte de este libro. Es curioso observar, una vez más, cómo en los lugares donde los paganos realizaban sus cultos, los cristianos levantaron sus ermitas y santuarios.
JMR